Desde que escribí “Por si te olvidas de ti” me siento profundamente agradecido y afortunado de las personas que me rodean, las de siempre y las que acaban de aterrizar como por arte de magia para mejorar mis días, para dedicarme unas palabras que aún estoy asimilando y para sacarme de mi zona de confort y sacudir fuerte mis sentimientos.
Así que aquí va, un breve homenaje a quienes de una forma u otra hacen de cada momento, uno mejor, porque querido lector, si cierras también los ojos como yo, te acordarás de cada una de esas personas que te protegen, que te sostienen, que te animan a brillar desde lo más profundo del pozo, o incluso las que solo se sientan a tu lado y, están. Este homenaje es para esas personas, las tuyas y las mías.
El dolor huele, claro que huele y además a diferentes cosas dependiendo de la intensidad. Al principio olía a ese sabor metálico que se te queda en la boca cuando has sangrado, recuerdo como paladeaba buscando el origen. Huele a sal, a ese rastro salado que dejan las lagrimas cuando se abren camino rostro abajo. Encontré también que huele a libros, pero no los recién estrenados, aquellos que han estado en una estantería durante años, olía a humedad, a madera mojada, a rancio, ese era el yo de los primeros pasos, y no había ambientador que lo quitara, no había ninguna fuerza ni propia ni ajena que aireara mi rincón.
Pero como te digo, el olor cambia a medida que pasa el tiempo, de hecho recuerdo aún los primeros minutos que me permití oler ese olor a hierba mojada que acumula tantos adeptos como detractores, pero es que de donde yo venía ese olor era, sin lugar a dudas una victoria personal y colectiva. Empezaba a oler de nuevo el café, yo que siempre lo había adorado, había dejado de olerlo, porque oler, se hace con todo el sentido y no solo con una parte de ti. Olía el mar, recordaba lo mucho que me había regalado siempre ese bendito lugar cargado de sal y de vida. Hubo un momento en el que como por arte de magia olí la empatía y la saboreé muy fuerte, no puedo describirte el olor, pero era familiar, me recordaba a hogar ver cómo quienes me querían lloraban conmigo y no tanto por mi.
No te lo voy a negar, el dolor también huele a freno quemado, este que deja un coche cuando en bajada abusas de él, ese es el olor que deja en ti, cruzar a veces la puerta de casa, ese es el olor que encuentras alguna vez entre tus sábanas cuando piensas en el pasado, e incluso mientras haces el inestimable esfuerzo de no pensar, ese olor también aparece a veces, pero no creas que es malo, a mi me ha ayudado, porque me recuerda, una vez más, que soy vulnerable, débil y que me gusto así, que no quiero ser perfecto, que estoy dispuesto a oler a freno si me permito sentir de la forma en la que lo he hecho hasta ahora.
Pronto seguía avanzando, y fue aquí donde el olor cambió drásticamente, me permití oler el cariño, oler los abrazos e incluso las miradas, olían a buena madera ardiendo en una chimenea que te hipnotiza crepitando. Porque las personas luminosas son justamente como ese fuego, y te invito a que lo pruebes porque huelen a eso, déjate seducir por ese olor y permítete poner todos los sentidos a disposición de ese momento o personas.
Y así llegamos al presente, y te juro que puedo oler a flores, reconozco los verdes entre los colores, reconozco la esperanza, la que me transmiten aquellos que se sumaron al carro, los que empujan fuerte conmigo. Con olor a la Rusia de las matrioskas, por llevar conmigo siempre, en mi interior, a cada una de ellas. Gracias y más gracias a todas y cada una de esas personas que con sus palabras, abrazos, besos e incluso sus lágrimas, me han permitido oler al dolor y a la vida de una forma tan vívida.
